POLVO
ESTELAR
Aquel año, al salir del trabajo, siempre
mirábamos al cielo y el cometa estaba allí con su estela blanca. Incluso había
días en que el color amarillo del núcleo se hacía visible. Eso de levantar la
cabeza y ver arriba un objeto nuevo que, día a día, permanece casi en el mismo
sitio, inmutable, nos daba una visión cósmica de todo. Era como si, de repente,
todos los problemas cotidianos no existieran, como si no fuesen importantes. Y
así, uno miraba al cielo, veía el cometa y se sentía pequeño. Dejábamos de vivir
en el centro de Madrid, en España, para pasar a vivir en el tercer planeta de
un sistema solar de una galaxia más. Nos sentíamos habitantes de un planeta al
que nuestros antepasados pusieron de nombre Tierra,
un mundo dentro de un sistema planetario con una estrella modesta llamada Sol.
Es
difícil ver el cielo, estrellado o no, en una ciudad como Madrid. Es complicado
darse cuenta de que todas esas discusiones del día a día no sirven de nada, son
solo cosas de poca trascendencia.
Observemos
ese coche parado en el carril bus, con las luces de emergencia puestas, porque
el conductor está sacando dinero de un cajero automático. Está provocando una
fila larguísima de autobuses y taxis protestando. Atasco que altera la rutina
diaria de cada uno por un simple capricho, o imprevisión, de una persona que
decide parar, pensando: «Me bajo aquí y en un momento saco dinero, me da igual
que protesten, es solo un ratito. ¿Qué es eso comparado con la infinidad del
Cosmos? ¿Qué son cinco minutos comparados con los años que ha tardado el cometa
ese en llegar hasta aquí? No sé si se le verá ahora, con tanto edificio es
imposible».
–Qué
ya voy! ¡Qué solo estaba mirando el cometa! Tanto pitar, tanto pitar.
Y
el conductor del 27, colorado de indignación porque le retrasa su salida de
servicio y no va a llegar a recoger a los niños del colegio, acerca la mole de
su máquina al pequeño coche gris, con su conductor en la puerta mirando al
cielo, y lo empuja ligeramente.
–¿Qué
pasa? ¡Qué me rayas el coche!
No
se le oye, hace demasiado calor para llevar la ventanilla del autobús abierta,
pero su cara y su boca soltando gritos nos da una idea exacta de cómo está
quedando la pobre madre del conductor, aficionado ocasional a la astronomía.
Por fin se monta en el coche, cierra la puerta, introduce la llave en el
contacto y arranca. No, no arranca. Vuelve a intentarlo. Algo pasa en el motor
que el coche no reacciona. Un sudor frío le recorre la espalda cuando ve por el
retrovisor la figura fiera del conductor del 27, que sigue gesticulando en
contra de su madre. Pisa el embrague, mete una marcha y, de repente, un olor a
cable quemado empieza a extenderse por el interior del vehículo. Del motor sale
humo, cada vez más. Se baja, abre el capó. Cuando mira a la izquierda el
vociferante conductor del autobús está a su lado con un extintor en la mano.
–¿Qué,
qué va a hacer con eso? –pregunta.
–Quita,
so payaso ¿no ves que se te quema el coche? –le dice enchufando el extintor a
una pequeña llama anaranjada que ya emerge. Una nube de polvo carbónico blanco
se difumina por el aire–. La madre que te parió, menuda has liao.
Del
interior del autobús retenido empiezan a salir los pasajeros, algunos
contemplan el motor con su fuego ya apagado. Los demás vehículos dan marcha
atrás por orden y salen de la ratonera del carril bus, poco a poco. Cuando
pasan delante del conductor astrónomo le increpan con un pitido largo del
claxon.
–¿Y
ahora qué hago? –se pregunta a sí mismo en voz alta.
–Pues
llamar a la grúa y que se lo lleven de aquí –contesta el conductor del 27–y
luego te vas a contemplar el cometa, so gilipollas.
Y
eso es lo que hace. El servicio de asistencia en carretera retira el coche con
el embrague incendiado y el conductor, ya vulgar transeúnte a pie, se dirige
andando quién sabe a dónde. Tal vez al taller de reparaciones o a casa de su
madre a comprobar si se encuentra bien. O quizás a la suya propia, a coger unos
prismáticos para irse al parque a contemplar el Hale Bopp, que sigue allí
arriba, inmutable, con su cola blanca de polvo estelar, haciéndonos sentir
pequeños, insignificantes, polvo en el viento.